jueves. 18.04.2024

No contemplo hoy nada, en todo caso es muy reducido, en los programas de los partidos políticos vinculado con una defensa de la democracia, cuando es una necesidad imperiosa para salir de este auténtico infierno. Muchos filósofos, politólogos, sociólogos e historiadores corroboran esta opinión. Quienes rondamos los sesenta y vivimos la dictadura franquista así como todo el proceso de la Transición tenemos que sufrir inevitablemente hoy un profundo desencanto. De verdad, todo aquello que luchamos y arriesgamos por la llegada de la democracia, al final del camino para qué sirvió. ¡Vaya engañifa!

Creíamos que nuestra Carta Magna sería producto del libre ejercicio político de las principales fuerzas políticas, y que luego sería respetada y aplicada tanto en su parte orgánica, como en la de los derechos humanos. Ambas incumplidas. Por ello, la fiesta que con gran pompa y boato se celebra anualmente para conmemorarla, es una burla a toda la ciudadanía.

Quien, nos dijeron, fue el gran adalid de nuestra transición, ha quedado desnudo con sus vergüenzas al aíre. Ni condenó al cruel dictador a quien debía su poder; ni su trayectoria ha sido tan ejemplar, como nos hicieron creer. Desaparecido el blindaje mediático, hemos constatado que su conducta es idéntica a la de sus ancestros familiares: libertinaje, insensibilidad hacia los débiles, falta de transparencia. Ahora pretenden regenerarla con la transmisión hereditaria. ¡A buenas horas!

Todos creíamos que, por fin, seríamos dueños de nuestro destino, y que podríamos expresar nuestras aspiraciones, sirviéndonos del voto, al que estábamos poco acostumbrados. Que nuestros representantes electos las tendrían en cuenta en su práctica política. Mas, nuestros deseos defraudados. Un presidente de gobierno, que convierte la mentira en virtud y costumbre, que tras las elecciones olvida sus promesas a los ciudadanos, más pendiente de instituciones que nadie ha elegido; que cobarde sus acciones políticas las explica en un plasma, que permite una corrupción pestilente en su partido y que hunde en la miseria a la gran mayoría, está totalmente desacreditado y deslegitimado. Si fuera una democracia de verdad, no una pantomima, habría tenido que dimitir por dignidad y por respeto a sí mismo, y al resto de los españoles.

Creíamos también que en la Carrera de San Jerónimo estaría el Sancta Sanctórum de la democracia, la sede de la soberanía popular. Así lo explicaba convencido a mis alumnos. Pero, estamos observando que ese lugar, tiene que estar protegido con empalizadas y policías de los ciudadanos, a quienes debería representar y defender. ¡Vaya sarcasmo!

Que la justicia emanaría del pueblo y se administraría por jueces independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, y ante la que todos los españoles seríamos iguales, se convirtió en creencia generalizada. Mas, era una ilusión. Nos sorprende, aunque aquí ya nadie se sorprende de nada, que un juez con una trayectoria impecable y ejemplar de lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, la corrupción y la dictadura fascista es expulsado de la carrera judicial, merced a la denuncia de la extrema derecha, envidias corporativas y presiones políticas; y que para la justicia los criterios más importantes siguen siendo el poder, el dinero o la sangre azul.

Que los partidos políticos expresarían el pluralismo político, serían el instrumento fundamental para la participación política y que su estructura interna y funcionamiento serían democráticos. Otra decepción, ya que se parecen a una casa cerrada habitada por unos extraterrestres, en la que se respira un aire contaminado

Que la élite empresarial sería la vanguardia de nuestro desarrollo económico. Otra falacia, ya que impulsada solo por los intereses económicos y desconocedores de cualquier principio ético, no le importa que a sus compatriotas se les esté arrebatando a dentelladas el Estado de bienestar, mientras esconde sus pingües beneficios en paraísos fiscales. Que los sindicatos serían el baluarte de los trabajadores, mas cierto sindicalismo ha pervertido esa misión tan loable.

Lamentablemente, al final del camino la verdad desagradable asoma. Si esto es democracia que venga Dios y lo vea.

Para los que consideren que mis juicios son sesgados y parciales, y que no reflejan la realidad de nuestra democracia, me remito a un libro impresionante de título sugerente La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011 de la profesora Luisa Elena Delgado, venezolana, nieta de exiliados e hija de inmigrantes, y profesora titular de Literatura Española de la Universidad de Illinois en los Estados Unidos. Tengo la impresión de que para conocer nuestros avatares políticos son más adecuadas las investigaciones de científicos sociales foráneos que las de los propios españoles, al estar los primeros más libres de prejuicios que los segundos, lo que les permite presentar una visión más equilibrada e imparcial. Un ejemplo sirve para reafirme en este juicio. La visión historiográfica sobre la cuestión catalana es totalmente dispar en función del lugar en que haya sido construida, lo que no deja de ser lamentable, además de cuestionar gravemente el carácter científico de esta disciplina.

En el libro mencionado de Luisa Elena Delgado, se indica con buen criterio que desde la caída de la URSS, la actividad política de las democracias occidentales está marcada por la concepción del “estado de consenso”. En este marco, todo litigio se entiende como problemático, ya que atenta contra la normalidad de una comunidad definida por su cohesión y cuyos componentes se presumen bien integrados, y representados en el todo. Esto va en contra de lo que la política representa de verdad: el momento en que los excluidos del orden político, la parte sin parte del sistema, renuncian a su lugar preestablecido en el statu quo y demandan ser escuchados, reorganizando la topografía social. Como los nacionalismos periféricos.

En el caso español, la “democracia de consenso” se ajusta al ideal político democrático consolidado y petrificado con la inmaculada, intocable y mitificada Transición, que propugnaba sobre todo, una equivalencia entre normalidad democrática y la unidad y estabilidad del país. Que esos fueran los objetivos del gobierno en 1978 es comprensible por las circunstancias históricas del momento, mas que la política del consenso haya permanecido inalterable hasta hoy, y que además sea la única forma legítima de actuación democrática tiene sus múltiples implicaciones, muchas de ellas no positivas para el buen funcionamiento de un auténtico sistema

democrático, las cuales han servido para que Guillem Martínez haya acuñado el término de Cultura de la Transición (CT) para calificar el paradigma dominante en la España democrática, caracterizado por su verticalismo, la desproblematización de la realidad y la permanente obsesión por la cohesión y la estabilidad. Luisa Elena Delgado nos remite a un artículo espléndido de Amador Fernández-Savater titulado La cultura de la Transición y el nuevo sentido común, que analiza el funcionamiento de esta CT, “entendida como ámbito de lo decible, visible y pensable. La CT es una fábrica de la percepción donde trabajan a diario periodistas, políticos, historiadores, artistas, creadores, intelectuales, expertos, etc. Lo que allí se produce desde hace más de tres décadas son distintas variantes de lo mismo: el relato que hace del consenso en torno a una idea de la democracia (“representativa, liberal, moderada y laica”) el único antídoto posible contra el veneno de la polarización ideológica y social que devastó España durante el siglo XX. Ese consenso funda un “espacio de convivencia y libertad” que se presenta a sí mismo como algo frágil y constantemente amenazado por la posibilidad de la ruptura de España.. La CT es la siguiente alternativa: “normalización democrática” o “dialéctica de los puños y las pistolas”. O yo o el caos. La CT define el marco de lo posible y a la vez distribuye las posiciones. Prescribe lo que es y no es tema de discusión pública: el régimen del 78 queda así “consagrado” y fuera del alcance del común de los mortales. Fija qué puede decirse de aquello de lo que sí puede hablarse (sobre todo cuestiones identitarias y valores). Existen dos opciones básicas: progresista y reaccionaria, ilustrada y conservadora, izquierda y derecha. La alternativa PP/PSOE (y su correlato o complemento mediático: El Mundo/El País, Cope/Ser) materializa ese reparto de lugares. La CT no es una de las opciones, sino el mismo tablero de ajedrez: el marco regulador del conflicto. Por último, dispone también quién puede hablar, cómo y desde dónde.

La CT manifiesta una profunda desconfianza en la gente, que se plasma bien como desprecio, bien como miedo, bien como paternalismo. La voluntad de la gente -demasiado ignorante, incapaz, y visceral- debe ser depurada, reemplazada, sustituida: representada por los que saben (políticos o expertos). Los lugares privilegiados de palabra serán siempre por tanto las instancias de representación (partidos, sindicatos, medios de comunicación, academia). En definitiva, la CT es un espacio de convivencia sin pueblo. Una arquitectura política sin gente. En su orden de clasificaciones, la calle queda marcada como el lugar de la anti-política. Quizá un lugar necesario en condiciones de “déficit democrático” pero siempre como algo provisional. Así se entiende que la apatía ciudadana haya sido interpretada tantas veces por la CT como una señal de “maduración democrática”: la buena política es aburrida porque se hace lejos y la hacen otros (aunque la CT sea algo esquizofrénica y a veces también deplore esa apatía: el ideal para ella sería la participación entusiasta y continua dentro de los canales establecidos, como el voto y la militancia en partidos políticos). En nombre de la convivencia, la cohesión, la estabilidad y la responsabilidad, la gente debe desaparecer. Quedarse en su lugar y dejarse representar por los que saben. Ausentarse”.

Ni que decir tiene que las masivas manifestaciones en Cataluña por el deseo a decidir no encajan dentro de esta CT, ya que puede poner en grave peligro la convivencia, la paz y la concordia entre los españoles. Por ende, los catalanes deben quedarse en casa, ya que sus aspiraciones tienen otros canales según la CT para manifestarse. Por supuesto, en esta CT, tal como se refleja en los debates más frecuentes en prensa escrita, tertulias en radio y televisión, los “nacionalismos”, entre los que nunca se encuentra el del Estado que se identifica como patriotismo constitucional exento de ideología- han sido presentados como el gran problema de nuestra democracia. Si hoy estamos empantanados en un problema gravísimo de vertebración territorial, de encaje de determinados territorios en el Estado español, en buen parte se explica por esta democracia de consenso que ha impregnado la Cultura de la Transición.

Democracia de consenso en nuestra cultura de transición
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