viernes. 29.03.2024

Por Javier Morales

La mayor parte de las cosas son lo que consideramos que son; y la totalidad de sus consecuencias sobre nosotros se corresponden con lo que consideramos que son.

Hace pocos días que tuve la oportunidad de escuchar la esclarecedora conferencia que realizó José Borrell en el Parlamento de Canarias sobre los retos derivados del cambio climático y los problemas que nos ocasionan las emisiones de CO2. Según su autorizada opinión, no hay división entre los expertos sobre las consecuencias del cambio climático: los 800 científicos de todos los países que forman el Panel Intergubernamental de Naciones Unidas para el Cambio Climático advierten en su quinto informe de que hay un 95% de probabilidad de que determinadas zonas del planeta se vuelvan inhabitables si sobrepasamos la emisión de 3.200 G Ton de CO2. Esto puede ocurrir dentro de 22 años al ritmo actual. No es mucho tiempo. Desde el comienzo de la era industrial hemos emitido 2.000 G Ton de CO2.

Ante esto hay quienes proponen disminuir la actividad económica, almacenar CO2 bajo tierra, transportarlo y almacenarlo en lechos salinos o en bolsas ya explotadas de petróleo, almacenarlo bajo el mar, etc. Todo ello tiene un elevado coste, el coste de depurar, y no es ninguna salida. Tiene un coste porque consideramos al CO2 como un problema, como algo de lo que tenemos que deshacernos.

En cambio, ¿qué pasaría si lo consideráramos la solución?

¿Y si en vez de un desecho el CO2 fuera un recurso?

El CO2 está dentro de las botellas de refrescos, dentro de la cerveza y dentro de los mejores cavas. No es tóxico a estas concentraciones. Este gas mejora el rendimiento de los invernaderos de hortalizas por medio de técnicas como la fertilización carbónica: el aporte de CO2 en las horas de mayor insolación para mejorar el crecimiento de las plantas (todos sabemos que las plantas cogen CO2 de la atmósfera, energía solar y además agua y nutrientes del suelo para crecer).

Si el CO2 fuera un recurso, ¿qué podríamos hacer con él?

La tecnología nos permite usar de modo rentable el CO2 de los gases de escape de las centrales eléctricas para volver a producir combustible con balance cero de carbono. El ciclo cerrado es como sigue: paso 1) CO2 + Hidrógeno procedente de hidrólisis con energía renovable nos da gas natural (metano); paso 2) la combustión del metano produce electricidad y CO2; paso 3) volvemos al paso primero. Este ciclo lo mueve la energía renovable (eólica, fotovoltaica, marina, biomasa, etc.) procedente del sol. Las reacciones de metanación a escala industrial y las de hidrólisis no son ninguna novedad.

El parque móvil puede abastecerse con balance cero de emisiones de CO2, al menos, de tres formas: con biocombustibles al precio de 1 €/lit obtenidos a partir de subproductos y fuentes renovables (proyecto Windiesene); por medio de baterías recargadas con energías limpias; y por medio de aire comprimido obtenido desde fuentes renovables (experiencia de Highview Power Storage). Los recientes logros en la producción de baterías de grafeno, con un coste un 77% inferior, hacen albergar esperanzas a corto plazo para una movilidad sostenible.

Por tanto, no tenemos que deshacernos del CO2, sino hacerlo recircular en nuestra economía del mismo modo en que la naturaleza lo hace con el ciclo del agua. No más emisiones. No más costes de depuración. Nada es un desecho a no ser que lo consideremos como tal.

Estamos viviendo un momento crítico de la Historia de la humanidad, un punto de inflexión. Podemos elegir un modelo energético descentralizado que incorpore conocimiento, inteligencia e innovación y que reparta los beneficios entre toda la ciudadanía. Este es el modelo que cuida el planeta y nosotros somos el planeta mismo. Tenemos también la opción de no actuar y dejar que otros, los de siempre, sigan contaminando y esclavizando a la gente como si no hubiera otro camino. Si tenemos hijos sabemos cuál es la opción.

¿Y si el CO2 fuera la solución?
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